Quien me aficionó a la observación de la Naturaleza, fue un compañero del “Colegio Scientia”,que, por los años de la guerra civil, funcionaba en la calle Montero Ríos, de Santiago. Se llamaba Manuel Fraga Rodríguez y, no obstante su juventud, era un entusiasta entomólogo y poseía una colección de mariposas, realmente importante. En sus horas libres se pasaba el tiempo indagando cosas relativas a su afición y recuerdo que una tarde me llevó hasta el Bosque de la Condesa –hoy absorbido por el campus--,y allí, en un sendero, encontramos una gran hilera de procesionarias, orugas que se alimentan de la hoja del pino y que se trasladan en procesión, hasta llegar a un nuevo tronco, por el que trepan y forman unos nidos algodonosos. Entonces, lo que hizo mi amigo, con gran habilidad, fue juntar la parte posterior de la última oruga con la cabeza de la primera, transformando el desfile procesional rectilíneo en un perfecto círculo y así estuvieron, dando vueltas varios días, hasta que perecieron por hambre o extenuación.
Hace años me dediqué a criar gusanos de la seda, partiendo de una cajita con huevecillos que me mandaron de una institución levantina, a petición mía. De las ramas de morera, que es su comida preferida, me tenía que aprovisionar a la salida del Puente Chaín, donde vegetaban tres o cuatro antiguos ejemplares. Cuando nacen los bichitos casi hay que verlos con lupa, pero roen como condenados, noche y día, de manera que yo tenía que ir a Portas diariamente para tenerlos contentos. Llega un momento en que son como pequeñas salchichas de transparencia rosácea y entonces había que ponerles unas ramitas secas para que entre ellas tejiesen el capullo dentro del cual se metamorfoseaban en crisálidas; si no las matabas al vapor, a su tiempo salían las mariposas, que inmediatamente se apareaban y luego venga a poner huevos frenéticamente.
Otro que se dedicó a esta lúdica actividad en la villa de Caldas de Reis, fue Celso Domínguez propietario del “Bar Termas”,con la facilidad que le suponía contar con una terraza sombreada precisamente por moreras.
Habrá quien crea exagerado, que me gaste las neuronas en tratar de algo, aparentemente tan despreciable, como pueden parecer los insectos. Pero quizás cambien de opinión cuando sepan que la clase de los tales comporta más de 700.000 especies y que tienen una enorme trascendencia como polinizadores de muchísimas plantas o iniciadores de la cadena trófica para numerosos animalitos. De manera que, sin ellos, es probable que nosotros no hubiéramos existido jamás. Menos mal, que de unos años acá, hemos empezado a mostrarles nuestro aprecio y ya es relativamente corriente que en algunos restaurantes te ofrezcan grillos al ajillo o ensalada tibia de saltamontes con vermes fritos. Tomen nota, pues, los lectores y vayan reconociendo el interés que para nosotros mismos tiene esta enorme parcela del reino animal.
Hay muchas cosas curiosas que contar; pero yo quiero resaltar un bichito que parece insignificante, pero que no es tanto. Me refiero al mosquito del vino, que me retrotrae a la década de los 70, un tiempo en que yo acudía diariamente, con un buen amigo, a un bar del pueblo donde servían un auténtico Rosal artesanal. Para mayor tranquilidad nos servían en un comedor del primer piso y el vino nos lo traían en una botella exactamente igual a un matraz de laboratorio: figura esférica y cuello largo. Pues bien, cuando llegábamos a la tarde siguiente, si la botella no había sido retirada, estaba totalmente negra: eran millones de mosquitos que tapizaban su interior, me imagino que para aprovechar los restos. Lo más sorprendente, contra la creencia popular, era que se trataba de moscas -una variedad--, nada menos que la “drosófila melanogaster”, que viene prestando inmensos beneficios a la investigación científica, porque, debido a su corta existencia y su proliferación, permite conocer, a corto plazo, el resultando de experiencias sobre la herencia genética.
Ya dije quien me metió en estos berenjenales; pero, ya con pocos años, mi curiosidad por la vida, en todas sus variantes, era patente, a lo que coadyuvaba la extensa huerta con que contaba la casa de Padrón, donde nací y viví mis primeros quince años. Eran más de dos hectáreas de terreno a frutales, labrantío y jardín, un campo estupendo para el estudio de la fauna local. Me encantaba atrapar mariquitas (“coccinella septempunctat, ¡ojo!) para verlas corretear por la palma de mi mano, hasta que llegaban a la punta del dedo índice y allí separaban sus preciosos élitros, desplegaban unas alitas como papel de seda y salían volando a comer pulgones. En septiembre, casi siempre encontraba algún “lucano cervus”, o biscorna, que imponían respeto con su exagerada cornamenta, pero eran inofensivos.
También en el otoño solía entregarme a un apasionante deporte, que consistía en atrapar una mosca, atarle por debajo de las alas un hilo y sujetar una punta del mismo con el dedo contra una pared, a la espera de que acudiera alguna de esas feroces avispas que visten traje de presidiario, a rayas negras y rojas, y se apoderase de mi oferta proteínica y cuando al fin una la aceptaba me hacía ilusión ver como salía el hijo ondeando al viento.
Pero el espécimen que más me intrigó, hasta casi traumatizarme, lo vi por primera vez una tarde luminosa de estío. Surgió de no sé dónde y tal era su velocidad que sólo alcancé a distinguir un cuerpo alargado, con una alas que se movían a velocidad mecánica, se introdujo en una flor y reculó, sin dejar de aletear rabiosamente, y huyó disparado hacia un huerto colindante. Lo vi otras veces, pero jamás con detalle, hasta que una tarde, muchos años después, en el exterior de la casa que tenía el finado “Borobó”, en Trebonzos (Boiro), surgió súbitamente “mi” insecto preferido y añorado; estuvo libando un rato en una buganvilla y se fue.
Posteriormente, por una película documental, me enteré que se trataba de una “esfinge colibrí”, una maravilla de la naturaleza que no he vuelto a ver.
Nos vemos.
Hace años me dediqué a criar gusanos de la seda, partiendo de una cajita con huevecillos que me mandaron de una institución levantina, a petición mía. De las ramas de morera, que es su comida preferida, me tenía que aprovisionar a la salida del Puente Chaín, donde vegetaban tres o cuatro antiguos ejemplares. Cuando nacen los bichitos casi hay que verlos con lupa, pero roen como condenados, noche y día, de manera que yo tenía que ir a Portas diariamente para tenerlos contentos. Llega un momento en que son como pequeñas salchichas de transparencia rosácea y entonces había que ponerles unas ramitas secas para que entre ellas tejiesen el capullo dentro del cual se metamorfoseaban en crisálidas; si no las matabas al vapor, a su tiempo salían las mariposas, que inmediatamente se apareaban y luego venga a poner huevos frenéticamente.
Otro que se dedicó a esta lúdica actividad en la villa de Caldas de Reis, fue Celso Domínguez propietario del “Bar Termas”,con la facilidad que le suponía contar con una terraza sombreada precisamente por moreras.
Habrá quien crea exagerado, que me gaste las neuronas en tratar de algo, aparentemente tan despreciable, como pueden parecer los insectos. Pero quizás cambien de opinión cuando sepan que la clase de los tales comporta más de 700.000 especies y que tienen una enorme trascendencia como polinizadores de muchísimas plantas o iniciadores de la cadena trófica para numerosos animalitos. De manera que, sin ellos, es probable que nosotros no hubiéramos existido jamás. Menos mal, que de unos años acá, hemos empezado a mostrarles nuestro aprecio y ya es relativamente corriente que en algunos restaurantes te ofrezcan grillos al ajillo o ensalada tibia de saltamontes con vermes fritos. Tomen nota, pues, los lectores y vayan reconociendo el interés que para nosotros mismos tiene esta enorme parcela del reino animal.
Hay muchas cosas curiosas que contar; pero yo quiero resaltar un bichito que parece insignificante, pero que no es tanto. Me refiero al mosquito del vino, que me retrotrae a la década de los 70, un tiempo en que yo acudía diariamente, con un buen amigo, a un bar del pueblo donde servían un auténtico Rosal artesanal. Para mayor tranquilidad nos servían en un comedor del primer piso y el vino nos lo traían en una botella exactamente igual a un matraz de laboratorio: figura esférica y cuello largo. Pues bien, cuando llegábamos a la tarde siguiente, si la botella no había sido retirada, estaba totalmente negra: eran millones de mosquitos que tapizaban su interior, me imagino que para aprovechar los restos. Lo más sorprendente, contra la creencia popular, era que se trataba de moscas -una variedad--, nada menos que la “drosófila melanogaster”, que viene prestando inmensos beneficios a la investigación científica, porque, debido a su corta existencia y su proliferación, permite conocer, a corto plazo, el resultando de experiencias sobre la herencia genética.
Ya dije quien me metió en estos berenjenales; pero, ya con pocos años, mi curiosidad por la vida, en todas sus variantes, era patente, a lo que coadyuvaba la extensa huerta con que contaba la casa de Padrón, donde nací y viví mis primeros quince años. Eran más de dos hectáreas de terreno a frutales, labrantío y jardín, un campo estupendo para el estudio de la fauna local. Me encantaba atrapar mariquitas (“coccinella septempunctat, ¡ojo!) para verlas corretear por la palma de mi mano, hasta que llegaban a la punta del dedo índice y allí separaban sus preciosos élitros, desplegaban unas alitas como papel de seda y salían volando a comer pulgones. En septiembre, casi siempre encontraba algún “lucano cervus”, o biscorna, que imponían respeto con su exagerada cornamenta, pero eran inofensivos.
También en el otoño solía entregarme a un apasionante deporte, que consistía en atrapar una mosca, atarle por debajo de las alas un hilo y sujetar una punta del mismo con el dedo contra una pared, a la espera de que acudiera alguna de esas feroces avispas que visten traje de presidiario, a rayas negras y rojas, y se apoderase de mi oferta proteínica y cuando al fin una la aceptaba me hacía ilusión ver como salía el hijo ondeando al viento.
Pero el espécimen que más me intrigó, hasta casi traumatizarme, lo vi por primera vez una tarde luminosa de estío. Surgió de no sé dónde y tal era su velocidad que sólo alcancé a distinguir un cuerpo alargado, con una alas que se movían a velocidad mecánica, se introdujo en una flor y reculó, sin dejar de aletear rabiosamente, y huyó disparado hacia un huerto colindante. Lo vi otras veces, pero jamás con detalle, hasta que una tarde, muchos años después, en el exterior de la casa que tenía el finado “Borobó”, en Trebonzos (Boiro), surgió súbitamente “mi” insecto preferido y añorado; estuvo libando un rato en una buganvilla y se fue.
Posteriormente, por una película documental, me enteré que se trataba de una “esfinge colibrí”, una maravilla de la naturaleza que no he vuelto a ver.
Nos vemos.
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