sábado, 9 de enero de 2010

LA VELOCIDAD NO ME VA


Máximo Sar


Ayer, entre el conjunto de muertos, asesinados, desaparecidos y víctimas de violencia de género, en que consiste el contenido de la información que nos dan los telediarios, ví, durante unos segundos, un tren bala chino, deslizándose por las inmensas praderas de tan vasto país, como un bello ente extraterrestre, fulgurante relámpago de plata, que debió de ser un error de programación, porque de inmediato transmitieron la imagen normal de un coche esnaquizado en una autopista y dos cadáveres en el asfalto, envueltos en papel albal dorado.


A mi me apasionan estos artilugios del siglo XXI, aunque la mayoría provengan de más atrás, como símbolos de la fabulosa capacidad de conquista que tenemos los humanos, después de una atroz lucha contra la naturaleza, que comenzó cuando el primer homínido mató al oso para vivir en su cueva. Desde luego, a mi me parece placentero y prodigioso ver como el “Ave”vuela a través de Al Andalus --que dicen los moros reivindicativos—y saber que muy pronto transitará entre nuestras ciudades más importantes, aunque personalmente opino que para nosotros más bien parece un juguete de lujo, puesto que las grandes urbes gallegas están bastante próximas entre sí, de manera que cuando el “Ave” arranque de A Coruña, a 400 kms hora, al llegar a Padrón tendrá que ir echando el freno, para no estrellarse al llegar a Vigo y, por otra parte, yo no advierto en los alrededores a mi alcance, que la gente tenga tanta prisa, como lo acredita la corriente observación del obrero que vemos correr hacia el tajo cargado de tableros con el aparente afán de ponerse a la tarea, pero que al ser llamado desde la puerta del bar por su amigo Manolo, después de jurar que lo que tiene entre manos es urgente, entra en el establecimiento, después de arrimar la carga en la pared, se acerca al mostrador, enciende un pitillo, pide una cerveza y charla con el amigo sobre el último partido. Por último ocurre que nuestro paisaje, sobre todo orillando el litoral de las Rías, es de ensueño y hay que degustarlo demoradamente. Comprendo que los adelantos son necesarios, si queremos progresar, porque siempre hay alguno que le da por tomarle gusto al trabajo. Fuera de tales casos el mejor medio de locomoción para disfrutar del entorno, es el que nos proporcionan nuestras piernas.


Esto no es óbice, obstáculo, cortapisa, valladar, traba o impedimento, para que todavía me quede embobado mirando un Boing volando a once kilómetros de altura, con una luz intermitente y dos penachos de vapor de humos contaminantes o esos gigantescos trasatlánticos que se ven ahora, capaces de acoger un pueblo entero y lo que se tercie. Son espectáculos que no me cansan.


Lo que pasa es que yo nací y me crié en una época dominada por la lentitud .Recuerdo, cuando jovenzuelo, aquellos viajes de Santiago a Vimianzo, a bordo de ómnibus destartalados, que cuando llegaban a un repecho de la carretera cargada de baches, se paraban de repente; los viajeros descendíamos, dábamos unos paseítos y recogíamos moras –si era tiempo--, mientras el chófer se colaba bajo el vehículo, asomando sólo la punta de los zapatos, en tanto el revisor le iba suministrando llaves, martillos, aceiteras o lo que el técnico le iba solicitando, como en un quirófano. Una hora más tarde se reanudaba el viaje, pero era raro que no se repitiese la avería y que incluso los viajeros tuviésemos que empujar un rato el decrépito mastodonte, cargado de cestas, con un gallo asomando la cabeza, maletas y sacos de repollos, hasta llegar a lo alto de la cuesta. Algunos se hartaban de largar tacos, ganándose la reprobación del revisor porque había señoras delante; pero, para mi, era una excitante aventura.


Lo que me cogió de lleno fue el auge de los gasógenos, una secuela de la guerra, cuando la gasolina andaba escasa .El invento consistía en un aparato acoplado en la parte posterior del auto, que contenía una cámara donde, por combustión incompleta de combustibles sólidos, se producía un gas que lo hacía andar, con muy pocas ganas, exhalando un olor fétido, por encima. Era lo que había y cuando estalló la II G.M. se utilizó con profusión en toda Europa.


Pero había más cosas, ideadas, en principio, para transportarnos de un punto del globo a las antípodas, a velocidades no imaginables; pero que, por imperio de las circunstancias, iban a paso lento, lo cual ocurría con el tren. In illo témpore, yo iba de Santiago a Vilagarcía, con unos amigos, durante la temporada veraniega, para bañarnos en Playa Compostela, a donde llegábamos bastante pronto, porque hasta Carril todo era cuesta abajo y el convoy, una vez que arrancaba resbalaba por los rieles, impulsado por la fuerza de la gravedad y su propia inercia.


Lo peor era al regreso, porque entonces marchábamos cuesta arriba y la locomotora emitía unos jadeos agónicos que la humanizaban hasta dar pena. A pocos kms. de La Esclavitud, bufaba, patinaba y, al fin, se detenía. Entonces descendíamos al sendero que había para uso peatonal y nos acercábamos a Varela, el maquinista.


--¡Pero, home, que xa son as once e media da noite!

--¿E qué queres qué faga? Esta máquina quere carbón de Cardif e, como non o hai, botámoslle o que atopamos polo camiño.


Efectivamente, a unos 50 metros una luz de linterna nos permitió contemplar al fogonero, acompañado de un voluntario, apañando en un pinar piñas secas, ramaje, fieitos, toxos y cualquier cosa que ardiese.


Volvimos a nuestros asientos y así como dos horas después echó a andar aquella locomotora que hasta creo que era la “Sarita”, de Camilo J. Cela, que daba unos silbidos penetrantes, aunque un tanto amariconados (la máquina, claro).


Yo sigo admirando la supertecnología, esos “aves”, de 400 kms. hora y los satélites artificiales que orbitan La Tierra a más de 20.000 kms. hora; pero en el fondo de mi corazón, añoro fuertemente el pasado y su lentitud de caracol.

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